LA
SERPIENTE, EL JAGUAR Y EL ÁGUILA
Miguel
Alexis López Segurajáuregui
“En
el último sol, Quetzalcóatl, por compasión del hombre, quiso revivirlo.
Él solo, decide meterse a la región de los muertos
Donde Mictlantecuhtli tiene los huesos del hombre y mujer muy bien vigilados
Mictlantecuhtli le hizo todo lo posible
Pero la serpiente emplumada logra rescatar los preciosos huesos
Se sangra y se salpica, la sangre en los huesos
Por el gran sacrificio de Quetzalcóatl nacen los seres humanos
Y también rescata las semillas de maíz para que comamos
¡Y ahora tu, por tu sacrificio, nuestras vidas renacerán!”[1]
Él solo, decide meterse a la región de los muertos
Donde Mictlantecuhtli tiene los huesos del hombre y mujer muy bien vigilados
Mictlantecuhtli le hizo todo lo posible
Pero la serpiente emplumada logra rescatar los preciosos huesos
Se sangra y se salpica, la sangre en los huesos
Por el gran sacrificio de Quetzalcóatl nacen los seres humanos
Y también rescata las semillas de maíz para que comamos
¡Y ahora tu, por tu sacrificio, nuestras vidas renacerán!”[1]
Los tambores
reanudan su canto. El sol aún está muriendo tras el gran rectángulo del
horizonte; no habrá caída, ni sombra, en los cuatro puntos. No veremos
colapsarse el techo ni el inframundo, al menos por una noche más, cuya falda
estrellada anuncia el vientre de un nuevo día, henchido en partituras de
sangre. Han sido escritas por incontables almas. Sus palabras son obsidiana…
… O
ése era su color y particular brillo, según las leyendas de la Ciudad de los
Dioses. Era la tierra donde aquéllos muertos que gozaban el favor de antiguas
deidades, podían elevarse convertidos en teotl, habiendo despertado del sueño
terrenal. ¡Ya comienza a amanecer, ya es el alba! Los pájaros amarillos se
visten con vírgulas; las mariposas lo hacen con los colores. Son fuego en movimiento.
Yo
escuchaba boquiabierto, viendo el humo de copal elevarse por los aires rumbo a
los hombros del mundo. Sentí el peso del maccahuitl en mi mano derecha. El
casco rapaz engalanaba mi cabeza. Como centinela nocturno, aguardaba, afilando
mis garras y batiendo ambas alas en señal de impaciencia.
Entonces,
mi viejo compañero en floridas lides, ataviado como guerrero jaguar, hizo una
pausa reflexiva en su maravilloso relato. Miró hacia el Calmécac. Alzando su
escudo adornado con plumas, éste se transformó en media luna, líquida y
plateada, anunciando el nuevo episodio. Esos ojos tenían el fulgor salvaje del
felino atavío, abriendo las fauces y engulléndome de nueva cuenta con historias
sobre los antepasados… del bravo guardián frente a mis plumas.
Teotihuacán,
gran Tollan, cuna de la serpiente emplumada y del hombre, estaba escindida en
su cuerpo: su larga espina, ascendente, unía la tierra y el cielo. Los templos
del Sol y la Luna se levantaban a una altura de treinta lanzavenablos. Más
abajo, el templo de Quetzalcóatl permanecía acostado, cuidando el gran disco
donde el hombre se apoya. Bellas líneas horizontales engalanaban su fachada. De
las piedras cual escamas, brotaban cabezas del dios a la par de Tláloc. Gran
casa donde el cuerpo brota y florece.
Mi
compañero volvió a observar el Calmécac, desde la plataforma donde nos
encontrábamos, frente a los pies del Templo Mayor. Su espíritu era inmenso así
como su fervor religioso, inquebrantable, parecido al cofre de piedra donde la
serpiente emplumada permaneció encerrada por cuatro días.
Le
llamaban… Miccaotli. Dos mil pasos eran necesarios para atravesarlo; el
privilegiado que lo hiciera entonces veía plataformas flanqueadas por
edificaciones, deteniéndose algunas veces para proseguir con el ritual
peregrinante rumbo al Oriente, donde el Sol nacía cada mañana tras salir ileso
de su peligroso viaje por el inframundo. Al subir por las escalinatas de la
mayor pirámide, entonces el afortunado podía sentir la comunión con los dioses
haciéndose mayor a cada paso. Su cuerpo ardería, convirtiéndose en cenizas de
renacimiento.
Porque,
¿No es en efecto, este Quinto Sol que estamos viviendo, por el cual luchamos
día a día, campaña tras campaña, tomando prisioneros para alimentar a los
dioses y a la vez apaciguar la sed de nuestras almas? ¿No provenimos todos del
ombligo de Xiuhtecuhtli, ojo de la tierra y eminente centro del quincunce?
Nuestras cenizas son gotas de sangre. El ascenso a las nubes de la victoria
reverbera a la par del corazón que el sacerdote sostiene en sus manos,
palpitante, roja tuna del nopal y tesoro escarlata guardado con celo en los
repositorios de carne cautivos, gracias a nosotros.
El
Quinto Sol es prisionero, también; entre dos grandes serpientes de fuego y
cerca de cincuenta quincunces. Los ocho puntos flanquean los veinte días.
Fueron cuatro edades, una de ellas regente de mi orden de caballería. Eso lo
conoces de sobra, hermano. Aunque he de suponer, dada tu falta de cuidado en
los estudios (como buen águila, siempre estabas en las alturas), que ignoras el
gran secreto de este arte antiguo, fruto de prolongadas charlas de nuestros
abuelos.
Los
colmillos de él se afilaron como cuchillos de pedernal, tan seguro y altanero,
costumbre que me era de sobra conocida. Iba a tomar la palabra cuando, de
repente, me preguntó si conocía el secreto de la vida de todo gran guerrero que
se preciara de ser llamado veterano por sus hermanos.
Guardé
silencio. Sostuve de mi lado izquierdo tanto el escudo como el maccahuitl,
mirando con atención la palma de la mano derecha, extendida cerca del fuego de
una de las antorchas. Las llagas eran signos evidentes de mi experiencia en
combate, sumando la falta del dedo medio que había pagado como tributo a un
bravo combatiente tlaxcalteca. Entonces, una azarosa gota de sudor resbalo de
mi frente, cayendo en medio de mi mano abierta. No sentí calor ni frío, dolor o
alegría, veneración u ostracismo, sino una combinación de ambas. Un equilibrio.
…
Atl-tlachinolli.
De
mis labios brotaron esas dos palabras.
El
jaguar cesó de rugir, permaneciendo impávido y guardando sus garras. Seguro de
mi persona, abrí las alas, envolviendo con mi plumaje al felino dentro de un
torbellino hecho de mitos y leyendas de ecos lejanos. Mi aguzado pico exhaló el
potente llamado que recorría los
recuerdos del primer hombre.
Danzas,
risas, gritos. Caos originario. Pequeños, desnudos y esclavos de sus pasiones.
Ellos fueron enterrados en Tollan, lejos de aquellos bienaventurados que
ascendieron rumbo al cielo; del mismo modo, los guerreros que no habían
demostrado ser valerosos en la batalla sufrían un destino similar cuando la
muerte les llegaba. Eran entonces privados de pasar por el laberíntico Mictlán,
hasta arribar al lugar de los señores de la muerte, perdiéndose la médula del
espíritu para siempre.
¿Sólo
quemando la materia es liberada la partícula divina? ¿El cumplimiento de la
dualidad es necesario? ¿Traer muerte a unos cuantos brinda la energía vital a
tantos otros? Coyote-Jaguar, gran figura animal de Quetzalcóatl, habla de
indiscutibles verdades que van más allá del velo impuesto a los hombres durante
su creación. Una de ellas: el auténtico trofeo del caballero no es solo la
guerra que sostiene con otros, sino también la purificación del alma tras haber
combatido con su propia persona. Es decir, un proceso interior dual.
Precisamente,
es el universo dentro del cuerpo de todo combatiente el que representa dos valores
indisolubles: agua quemada y piedra florecida.
La
primera, simboliza el cuauhtémoc o águila que cae, símbolo del sol en el ocaso;
fue la lluvia de fuego que acabó con todos los seres vivientes en una de las
cuatro eras pasadas. Los pájaros fueron los únicos que permanecieron con vida. La segunda, ígnea y rebosante del regalo de
los dioses, es el estatismo contra el movimiento, el convulso corazón de la
tierra guerreando, en equilibrio, a través de las cuatro estoicas patas de un
felino descomunal.
Es
la batalla sagrada entre el cielo y la tierra. Apoteosis cósmica.
Nuestras
órdenes respectivas aseguran el equilibrio universal a través de la lucha y los
momentos de paz, como también entre águilas y jaguares existen momentos de
turbiedad y descanso dictados por la naturaleza. Somos, entonces, un
“equilibrio de equilibrios”.
Encarnamos
la flor del movimiento, que no es otra que la guerra.
Atl-tlachinolli…
Segundos
antes de lanzarme en picado desde las alturas sobre la moteada faz de mi
compañero, para asestarle el golpe de gracia y hacer que se tragara las
palabras proferidas minutos atrás, apareció sobre las escalinatas la figura del
viejo sacerdote. Sorprendidos ambos, hicimos la reverencia acorde a nuestro rango.
No entendíamos qué hacía fuera del Templo Mayor y mucho menos, sobre la
plataforma en la que nos encontrábamos charlando.
El
anciano aplaudió tres veces y luego esbozó una mueca sardónica. Tomó la palabra
entonces, caminando alrededor nuestro con paso lento y seguro.
…
Corazón y penitencia, jóvenes guerreros. Puedo decir que se han acercado al
lugar donde la conciencia se torna luminosa, pero no han podido internarse
todavía. Respóndanme, ¿Cuál es el signo más perfecto, creador de libertad
espiritual, cuya actividad salva a cada momento la materia corporal de la
inercia y descomposición que le acechan?
Sin
pensarlo mucho, me erguí al cielo y dije: la defensa, en forma de velocidad.
Mi
compañero se arrodilló hacia la tierra y exclamó: el ataque, en forma de fuerza.
El
viejo sacerdote se echó a reír y entonces declaró con vehemencia que ambos
estábamos en el cierto… a medias. Sin embargo, la mezcla de ambas respuestas
era la resolución al enigma, cuya inefable identidad residía en el corazón; la existencia
del hombre debe guiarse por la trascendencia que esconde la realidad última, es
decir, la verdad. La guerra florida tiene una meta suprema para nosotros los
sacerdotes, porque al apoderarnos del corazón penetramos directamente en el
plano celestial, pudiendo comunicarnos con los dioses. Nunca lo olviden. El
sacrificio es luz que irradia el manto por sobre nuestras cabezas y el dolor,
aquél cuyo verdadero honor tienen las víctimas al sentir el filo del cuchillo
de pedernal, es alimento que mantiene al ollin con vida. La muerte mantiene la
existencia de vida. Y ustedes que reparten muerte, son también emisarios del futuro
corazón del universo, que palpita gracias a Tláloc y Huitzilopochtli.
Mientras
entonaba el nombre de ambos dioses, el sacerdote señaló la parte alta del
Templo Mayor. Ya estaban rodando por las escalinatas, los cuerpos sin vida de
los prisioneros que habíamos capturado en la última campaña. Decapitados y sin
corazón, caían de forma desordenada, rememorando a su vez la muerte de Coyolxauhqui
y los cuatrocientos surianos, que permitió a Huitzilopochtli y a su madre tener
el don de la vida.
Preguntando
al unísono, inquirimos al anciano por el verdadero motivo de la visita. Él,
apoyando sus arrugadas manos sobre los escudos de ambos, dijo en tono jubiloso
que una de las profecías estaba a punto de cumplirse.
Quetzalcóatl
regresaría al emerger el sol del submundo.
Lo
habían visto ya cerca de la costa, ataviado de resplandecientes plumas grises.
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Referencias:
SÉJOURNÉ, Laurette, Pensamiento y Religión en el México Antiguo, colec. Breviarios, FCE, México, 1957, pp. 91-142
[1]
Yaotl Mictlán, El Gran Sacrificio de
Quetzalcóatl. Del disco, “Guerreros de la Tierra de los Muertos” (American
Line Productions, 2006)
Muy interesante Alexis. Tu texto está trabajado y es muy tuyo. Quizás hace falta citar para sustentar nuestro ensayo y darle un carácter distinto en este ejercicio, medítalo. También sugiero que evites los paráramos cortos, procurando no nos dejen la sensación de inconcluso.
ResponderEliminarAdelante.