sábado, 3 de marzo de 2012


LA SERPIENTE, EL JAGUAR Y EL ÁGUILA

Miguel Alexis López Segurajáuregui

  

“En el último sol, Quetzalcóatl, por compasión del hombre, quiso revivirlo.
Él solo, decide meterse a la región de los muertos
Donde Mictlantecuhtli tiene los huesos del hombre y mujer muy bien vigilados
Mictlantecuhtli le hizo todo lo posible
Pero la serpiente emplumada logra rescatar los preciosos huesos
Se sangra y se salpica, la sangre en los huesos
Por el gran sacrificio de Quetzalcóatl nacen los seres humanos
Y también rescata las semillas de maíz para que comamos
¡Y ahora tu, por tu sacrificio, nuestras vidas renacerán!”[1]

Los tambores reanudan su canto. El sol aún está muriendo tras el gran rectángulo del horizonte; no habrá caída, ni sombra, en los cuatro puntos. No veremos colapsarse el techo ni el inframundo, al menos por una noche más, cuya falda estrellada anuncia el vientre de un nuevo día, henchido en partituras de sangre. Han sido escritas por incontables almas. Sus palabras son obsidiana…

… O ése era su color y particular brillo, según las leyendas de la Ciudad de los Dioses. Era la tierra donde aquéllos muertos que gozaban el favor de antiguas deidades, podían elevarse convertidos en teotl, habiendo despertado del sueño terrenal. ¡Ya comienza a amanecer, ya es el alba! Los pájaros amarillos se visten con vírgulas; las mariposas lo hacen con los colores. Son fuego en movimiento.

Yo escuchaba boquiabierto, viendo el humo de copal elevarse por los aires rumbo a los hombros del mundo. Sentí el peso del maccahuitl en mi mano derecha. El casco rapaz engalanaba mi cabeza. Como centinela nocturno, aguardaba, afilando mis garras y batiendo ambas alas en señal de impaciencia. 

Entonces, mi viejo compañero en floridas lides, ataviado como guerrero jaguar, hizo una pausa reflexiva en su maravilloso relato. Miró hacia el Calmécac. Alzando su escudo adornado con plumas, éste se transformó en media luna, líquida y plateada, anunciando el nuevo episodio. Esos ojos tenían el fulgor salvaje del felino atavío, abriendo las fauces y engulléndome de nueva cuenta con historias sobre los antepasados… del bravo guardián frente a mis plumas.

Teotihuacán, gran Tollan, cuna de la serpiente emplumada y del hombre, estaba escindida en su cuerpo: su larga espina, ascendente, unía la tierra y el cielo. Los templos del Sol y la Luna se levantaban a una altura de treinta lanzavenablos. Más abajo, el templo de Quetzalcóatl permanecía acostado, cuidando el gran disco donde el hombre se apoya. Bellas líneas horizontales engalanaban su fachada. De las piedras cual escamas, brotaban cabezas del dios a la par de Tláloc. Gran casa donde el cuerpo brota y florece.

Mi compañero volvió a observar el Calmécac, desde la plataforma donde nos encontrábamos, frente a los pies del Templo Mayor. Su espíritu era inmenso así como su fervor religioso, inquebrantable, parecido al cofre de piedra donde la serpiente emplumada permaneció encerrada por cuatro días.

Le llamaban… Miccaotli. Dos mil pasos eran necesarios para atravesarlo; el privilegiado que lo hiciera entonces veía plataformas flanqueadas por edificaciones, deteniéndose algunas veces para proseguir con el ritual peregrinante rumbo al Oriente, donde el Sol nacía cada mañana tras salir ileso de su peligroso viaje por el inframundo. Al subir por las escalinatas de la mayor pirámide, entonces el afortunado podía sentir la comunión con los dioses haciéndose mayor a cada paso. Su cuerpo ardería, convirtiéndose en cenizas de renacimiento.

Porque, ¿No es en efecto, este Quinto Sol que estamos viviendo, por el cual luchamos día a día, campaña tras campaña, tomando prisioneros para alimentar a los dioses y a la vez apaciguar la sed de nuestras almas? ¿No provenimos todos del ombligo de Xiuhtecuhtli, ojo de la tierra y eminente centro del quincunce? Nuestras cenizas son gotas de sangre. El ascenso a las nubes de la victoria reverbera a la par del corazón que el sacerdote sostiene en sus manos, palpitante, roja tuna del nopal y tesoro escarlata guardado con celo en los repositorios de carne cautivos, gracias a nosotros.

El Quinto Sol es prisionero, también; entre dos grandes serpientes de fuego y cerca de cincuenta quincunces. Los ocho puntos flanquean los veinte días. Fueron cuatro edades, una de ellas regente de mi orden de caballería. Eso lo conoces de sobra, hermano. Aunque he de suponer, dada tu falta de cuidado en los estudios (como buen águila, siempre estabas en las alturas), que ignoras el gran secreto de este arte antiguo, fruto de prolongadas charlas de nuestros abuelos.

Los colmillos de él se afilaron como cuchillos de pedernal, tan seguro y altanero, costumbre que me era de sobra conocida. Iba a tomar la palabra cuando, de repente, me preguntó si conocía el secreto de la vida de todo gran guerrero que se preciara de ser llamado veterano por sus hermanos.

Guardé silencio. Sostuve de mi lado izquierdo tanto el escudo como el maccahuitl, mirando con atención la palma de la mano derecha, extendida cerca del fuego de una de las antorchas. Las llagas eran signos evidentes de mi experiencia en combate, sumando la falta del dedo medio que había pagado como tributo a un bravo combatiente tlaxcalteca. Entonces, una azarosa gota de sudor resbalo de mi frente, cayendo en medio de mi mano abierta. No sentí calor ni frío, dolor o alegría, veneración u ostracismo, sino una combinación de ambas. Un equilibrio.

… Atl-tlachinolli.

De mis labios brotaron esas dos palabras.

El jaguar cesó de rugir, permaneciendo impávido y guardando sus garras. Seguro de mi persona, abrí las alas, envolviendo con mi plumaje al felino dentro de un torbellino hecho de mitos y leyendas de ecos lejanos. Mi aguzado pico exhaló el  potente llamado que recorría los recuerdos del primer hombre.

Danzas, risas, gritos. Caos originario. Pequeños, desnudos y esclavos de sus pasiones. Ellos fueron enterrados en Tollan, lejos de aquellos bienaventurados que ascendieron rumbo al cielo; del mismo modo, los guerreros que no habían demostrado ser valerosos en la batalla sufrían un destino similar cuando la muerte les llegaba. Eran entonces privados de pasar por el laberíntico Mictlán, hasta arribar al lugar de los señores de la muerte, perdiéndose la médula del espíritu para siempre.

¿Sólo quemando la materia es liberada la partícula divina? ¿El cumplimiento de la dualidad es necesario? ¿Traer muerte a unos cuantos brinda la energía vital a tantos otros? Coyote-Jaguar, gran figura animal de Quetzalcóatl, habla de indiscutibles verdades que van más allá del velo impuesto a los hombres durante su creación. Una de ellas: el auténtico trofeo del caballero no es solo la guerra que sostiene con otros, sino también la purificación del alma tras haber combatido con su propia persona. Es decir, un proceso interior dual.

Precisamente, es el universo dentro del cuerpo de todo combatiente el que representa dos valores indisolubles: agua quemada y piedra florecida.

La primera, simboliza el cuauhtémoc o águila que cae, símbolo del sol en el ocaso; fue la lluvia de fuego que acabó con todos los seres vivientes en una de las cuatro eras pasadas. Los pájaros fueron los únicos que permanecieron con vida.  La segunda, ígnea y rebosante del regalo de los dioses, es el estatismo contra el movimiento, el convulso corazón de la tierra guerreando, en equilibrio, a través de las cuatro estoicas patas de un felino descomunal.

Es la batalla sagrada entre el cielo y la tierra. Apoteosis cósmica.

Nuestras órdenes respectivas aseguran el equilibrio universal a través de la lucha y los momentos de paz, como también entre águilas y jaguares existen momentos de turbiedad y descanso dictados por la naturaleza. Somos, entonces, un “equilibrio de equilibrios”.

Encarnamos la flor del movimiento, que no es otra que la guerra.

Atl-tlachinolli…

Segundos antes de lanzarme en picado desde las alturas sobre la moteada faz de mi compañero, para asestarle el golpe de gracia y hacer que se tragara las palabras proferidas minutos atrás, apareció sobre las escalinatas la figura del viejo sacerdote. Sorprendidos ambos, hicimos la reverencia acorde a nuestro rango. No entendíamos qué hacía fuera del Templo Mayor y mucho menos, sobre la plataforma en la que nos encontrábamos charlando.

El anciano aplaudió tres veces y luego esbozó una mueca sardónica. Tomó la palabra entonces, caminando alrededor nuestro con paso lento y seguro.

… Corazón y penitencia, jóvenes guerreros. Puedo decir que se han acercado al lugar donde la conciencia se torna luminosa, pero no han podido internarse todavía. Respóndanme, ¿Cuál es el signo más perfecto, creador de libertad espiritual, cuya actividad salva a cada momento la materia corporal de la inercia y descomposición que le acechan?

Sin pensarlo mucho, me erguí al cielo y dije: la defensa, en forma de velocidad.

Mi compañero se arrodilló hacia la tierra y exclamó: el ataque, en forma de fuerza.

El viejo sacerdote se echó a reír y entonces declaró con vehemencia que ambos estábamos en el cierto… a medias. Sin embargo, la mezcla de ambas respuestas era la resolución al enigma, cuya inefable identidad residía en el corazón; la existencia del hombre debe guiarse por la trascendencia que esconde la realidad última, es decir, la verdad. La guerra florida tiene una meta suprema para nosotros los sacerdotes, porque al apoderarnos del corazón penetramos directamente en el plano celestial, pudiendo comunicarnos con los dioses. Nunca lo olviden. El sacrificio es luz que irradia el manto por sobre nuestras cabezas y el dolor, aquél cuyo verdadero honor tienen las víctimas al sentir el filo del cuchillo de pedernal, es alimento que mantiene al ollin con vida. La muerte mantiene la existencia de vida. Y ustedes que reparten muerte, son también emisarios del futuro corazón del universo, que palpita gracias a Tláloc y Huitzilopochtli.

Mientras entonaba el nombre de ambos dioses, el sacerdote señaló la parte alta del Templo Mayor. Ya estaban rodando por las escalinatas, los cuerpos sin vida de los prisioneros que habíamos capturado en la última campaña. Decapitados y sin corazón, caían de forma desordenada, rememorando a su vez la muerte de Coyolxauhqui y los cuatrocientos surianos, que permitió a Huitzilopochtli y a su madre tener el don de la vida.

Preguntando al unísono, inquirimos al anciano por el verdadero motivo de la visita. Él, apoyando sus arrugadas manos sobre los escudos de ambos, dijo en tono jubiloso que una de las profecías estaba a punto de cumplirse.

Quetzalcóatl regresaría al emerger el sol del submundo.

Lo habían visto ya cerca de la costa, ataviado de resplandecientes plumas grises.

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Referencias:

SÉJOURNÉ, Laurette, Pensamiento y Religión en el México Antiguo, colec. Breviarios, FCE, México, 1957, pp. 91-142


[1] Yaotl Mictlán, El Gran Sacrificio de Quetzalcóatl. Del disco, “Guerreros de la Tierra de los Muertos” (American Line Productions, 2006)

1 comentario:

  1. Muy interesante Alexis. Tu texto está trabajado y es muy tuyo. Quizás hace falta citar para sustentar nuestro ensayo y darle un carácter distinto en este ejercicio, medítalo. También sugiero que evites los paráramos cortos, procurando no nos dejen la sensación de inconcluso.
    Adelante.

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